-“¡Ay, niña, ese muchacho le iba a tirar eso en el pelo!”
Su piel era morena, sus ropas estaban carcomidas por la lluvia, el sol y sus incontables siestas en ásperos pavimentos. Tenía los ojos tan abiertos como los de un búho en la noche. Su mentón, boca y nariz estaban impregnados de un pegamento amarillo con varios grumos en forma de bolitas, parecían mocos gigantes, difíciles de quitar con agua y jabón.
Esperaba a Diego sentada en las escalas del Museo de Antioquia. Di dos pasos para llamarlo desde un celular alquilado porque no tenía minutos en el mío. Mientras marcaba los números, sentí que alguien había pasado cerca. Me volteé para ver quién era, pero ya no había nadie, así que dirigí mis ojos por todo el lugar. Vi a un hombre. Un habitante de calle de unos 21 años. Estaba a tres metros de mí y parecía un loco riéndole al viento, llevaba en su mano derecha un tarro de sacol; supongo que a eso se refería la señora de los minutos cuando segundos antes me había gritado espantada.
Después de aquel incidente mi rostro tomó un nuevo gesto. Estaba perturbada. El corazón me latía más rápido de lo habitual. Mis manos sudaban. Un vacío se apoderó de mi estómago. Respire profundo queriendo robar el aire en un suspiro. Logré tranquilizarme. Mi pulso se normalizó.
Caminaba lento y sensual de aquí para allá con sus tacones negros ya sin suela. Sostenía un desgastado bolso. Parada sobre el andén, negociaba quince minutos de sexo con un taxista. La mujer se llevaba sus manos a la cintura, movía su pelo y miraba con malicia al impaciente hombre. Acordó una cifra, supongo que fueron diez mil pesos y espero a que el hombre se bajara del vehículo. Fueron hacia el hotel y en corto el trayecto el hombre nunca dejo de tocar sus nalgas. Ella por su parte, sonreía y se acomodaba su larga cabellera.
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