jueves, 22 de septiembre de 2011

La misteriosa mujer del columpio


Supe que el cuadro en mi honor iba a ser un fracaso porque el pintor Gabriel François Doyen se dejo manipular por su pudor y buena educación. La ligereza de la pintura le nublo la mente y prefirió encargárselo al frívolo Jean-Honoré Fragonard. Debo decir que lo malinterpretaron, este hombre nació rodeado de los olores de las flores de Grasse e impregnó su alma y su paleta de la luminosidad y color de este pueblo de perfumes donde vivió su infancia y juventud.

Sí, aquí estoy sentada en el columpio que mi condescendiente esposo me ha regalado. Vengo a balancearme cada vez que los azares de la vida me perturban. Nadie conoce mi nombre y no lo diré. Soy mujer de dos hombres que me miran con deseo cuando me acerco a sus labios.

Hoy caminé entre árboles y llegué al interior de este bosque cómplice. Vine a olvidar los protocolos que tengo que cumplir cuando estoy en las reuniones de la aristocracia. Mi esposo me siguió. Dijo que quería pasar la tarde a mi lado. Se me hizo extraño. Él siempre está para sus negocios con los burgueses y yo para comprar sombreros, vestidos y chinelas.

El paisaje me recuerda los amaneceres vividos a su lado. Cada vez que dormimos juntos y nos separamos en la mañana, el amarillo del sol busca iluminar las hojas verdes de los árboles más escondidos y  el suave azul del cielo nos arrulla, al verlo acostados en este lugar donde la palabra pecado no existe.

Aunque atrás está el hombre con el que me casé hace un par de años y que con sus manos me sostiene, Saint-Julien y yo sabemos que estamos protegidos. Los ojos de Cupido nos observan con picardía y el dedo en su boca nos da permiso para acercarnos y acariciarnos acompañados del aroma de los rosales.

Esta tarde el sol irradia en mi sensual vestido rosado, no deja de rozar mi piel, hambrienta de caricias y besos. Quisiera bajarme, quedarme en los brazos de mi amado, poder sentir la tez de su rostro, despojarlo de sus vestiduras, quedar cercada en este jardín como lo fue ayer. Estábamos solos, las manos de Saint-Julien tomaban mi cintura con propiedad, me besaba con pasión e intentaba tenerme, yo lo dejaba tocarme por donde le apetecía y le iba quitando su traje a medida que aumentaba mi ritmo cardíaco.

Me encanta este juego de artificio y picardía. Con mi esposo puedo obtener lo que antaño no imaginaba, aumentar mi riqueza y ser deseada en las fiestas galantes por archiduques, príncipes y reyes. Pero cuando estoy con mi amante puedo complacer mi libido a mi antojo, sorprenderme de lo que soy capaz de hacer cuando mi cuerpo me pide estar con él.

Así ha sido desde que deje la casa de mis padres y me convertí en Señora. Este vaivén me ha permitido convertirme en una mujer distinguida, nadie conoce mis secretos, y en la alta sociedad sigo siendo respetada y admirada por mi belleza y buenos modales.

Mi mayor alegría es que solo Fragonard puede imaginar el erotismo de nuestros encuentros. Solo el mensajero puede deducir de quién son las cartas que recibo todos los jueves a la hora del té. Una carita de coquetería es suficiente para que no haga de mis intimidades, conocimiento público.

Podría seguir a este ritmo por mucho más tiempo, incluso no soy la única que lo hace. La sexualidad en Francia no es un asunto al que hay que huir, incluso después de la Revolución, las ideas femeninas fueron protagónicas y el curso de nuestra historia cambió trascendentalmente a nuestro favor. Por ahora mi preocupación no es hacer parte de una lucha política ni económica, mi motivación es seguir cumpliendo mis placeres, no me importa si algún día se va Saint-Julien, sé que hay personas a mi alrededor que quieren satisfacerlos.

El viento sopla entre mis piernas, el olor llega a la nariz del que mira hacia arriba con desesperación, el perrito ladra con dulzura, y en esta escena de erotismo en lo único que pienso es en caer y contemplar las delicias de la lujuria.