domingo, 6 de marzo de 2011

Volar

El viento soplaba con gran fuerza aquella tarde de agosto en el cerro volador de San Félix. Las nubes se habían escapado y el sol brillaba con esplendor mientras algunos hombres volaban en sus paracaídas.


El lugar estaba lleno de deportistas y familias. Los parapentistas se disponían a volar acompañados de jóvenes y adultos “gomosos” por sentir cómo era volar. Uno de ellos caminaba entre la gente animándola a sentir el cielo y los demás sacaban sus parapentes de colores naranjado, rojo, azul, verde y negro, los extendían en el suelo  y se ponían sus trajes para emprender vuelo por los aires de Bello.



Una niña de 14 años gritaba sin cesar, ¡quiero volar, quiero volar! Estaba con sus padres y su abuelo. Su voz se escuchaba en todo el lugar, no dejaba de pedirle a su padre que la dejara volar, papi, mira que otros ya se lanzaron, papi, papi. 




Luego de pensar en los posibles peligros, su padre por fin accedió. Sacó con cuidado su billetera y le entregó al parapentista 70 mil pesos. Ahora su hija se vestía apropiadamente, y él le tomaba fotos al lado del hombre que le haría su sueño realidad.

Lobo, ¡a la carga!


Sale repentinamente. Nadie lo ha visto pero se hará notar con sus  inesperados ladridos, su mirada cauta y su paso firme. Después de descansar en el pasto, se levanta y empieza a caminar por los senderos de la vereda Chaparral, ubicada en el municipio de San Vicente, en el Oriente Antioqueño. El cielo apenas puede vislumbrarse. Las nubes cubren cualquier rayo de sol.

Lobo sigue su vida acompañado de los árboles, los cultivos de frutas y  vegetales y los demás animales de la región. Es un perro que como otros nació en medio de humanos, algo que lo hizo ser cauteloso y desconfiado. Al observarlo me puedo dar cuenta que su alma es tranquila, sus ojos son brillantes como arena de la playa, uno de ellos es un poco más grande que el otro, pero aún así, se echa a correr cada vez que percibe un ruido extraño.

Hay demasiados perros esa mañana: uno llevaba una manguera en su boca; otro le ladraba a una paloma parada en la rama de un árbol; el perro café con blanco salía de la casa rumbo a donde su novia; el negro le ladraba al niño de la bicicleta y el blanco con manchas azabaches miraba hacia el abismo de la carretera. Pero el perro más misterioso era Lobo. Su pelaje era dorado, sus ojos cafés, sus orejas en punta y su hocico húmedo. Me acerqué para acariciarlo, lo sentí áspero, sus vellos eran gruesos, propios de un clima que sólo alcanza los 17 grados centígrados.

Caminé hasta la finca “La Piedad”. Me senté sobre un tronco de madera para contemplar el paisaje. Lobo se acostó en el césped mojado, pero parecía estar perturbado. Luego de unos minutos salió despavorido como cuando alguien ve a un fantasma, empezó a correr sin detenerse hasta que llegó a un enorme laurel donde había una ardilla, allí por buen tiempo, ladró, ladró y ladró hasta que por fin se cansó y siguió su camino. 

Lobo, un perro de montañas verdes y aires fríos después de derrochar sus energías de forma inútil, su andar era lento, de su lengua caían gotas de saliva, pero aún seguía de pie, precavido y prudente, alejándose con sosiego como la muerte, que viene, visita a alguien y se va con ese ser. Como Lobo son también los amigos, a veces están a nuestro lado, expresan su afecto con un beso o un abrazo y como si fueran brisa que pasa sin frenarse, siguen su viaje aterrizando en otros universos.